Hoy recordé cuanto me dolían tus palabras, tus miradas, tus gestos y tus amores, tus tiempos, tus recuerdos, tus paseos, tus besos, tus te amo y tus te quiero, tus caminares, tus andares, tus sueños y silencios. Hoy recordé cuanto me dolió despertar después de estar en el cielo muerto.
Fue extraño y del todo cierto, como cuando vemos imágenes del todo perplejos, por lo fuerte, lo delicadas, lo perturbarte que puede llegar hacer desearte, amarte, vivirte y nacer de nuevo, esperando encontrarte conmigo en mi sueño.
Y duermo –o lo intento- como poesía de momentos, oda al odio y egocentrismo eterno, de tu nombre he sacado los mejores versos y de tus besos, los errores más diversos.
Caer y volver a caer sin levantarme, sin temor a equivocarme y sin miedo a deslumbrarte. Un niño dibujando una obra de arte, o más absurdo aún, un desaire, un banco sin pintura, un parque sin escultura.
La playa nuestro rincón y del mismo tu voz, una que aún recuerdo en todo momento, de esos que no existen para el resto y que para mi tampoco deberían estar descubiertos. Una tumba jamás cerrada y un tablero nunca enterrado, sin tiza en la tumba ni pasto en la penumbra, sin dolor de llantos sordos, sin un adiós de oídos mudos.
El hablar se volvió lo mismo, como mirar un desperdicio. El desear un paraíso, para muertos con pecados concebidos. Un Dios que de Dios nada y un fiel que le es fiel a la mentira. Y de esa cruda y cruel mentira la verdad, la única que queda, el desperdicio escrito en vida, un amor supuestamente en agonía.
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